un cuento...
Por Gerardo Herrera Gutiérrez, Presidente de Autismo Ávila
Juanito es un chico de un pueblecito pequeño de los de hoy en día, tiene autismo y dificultades de aprendizaje. Siempre ha sido conocido en su pueblo por sus peculiares gestos y respuestas.
Los vecinos de su pueblo muchas veces le preguntan: “Juanito, ¿de qué color es tu camiseta?”, y enseguida responde emocionado señalando a su prenda: “¡¡Roja!!, es Roja”. Ante su respuesta –y no sin cierta burla– todos repiten “Roja!!!, Roja!!!”, porque da igual cuál sea el color de su ropa que siempre responde insistiendo “¡¡Roja!!, es Roja”.
Otras veces le preguntan “Juanito, ¿Qué has comido hoy?”. Y también da igual lo que haya comido, pues siempre responde “¡¡Macarrones!!” y todos siguen repitiendo: “¡¡Macarrones!!, ¡¡Macarrones!!”, unos con mucha simpatía y otros con no tanta. Juanito sabe que cuando quiere llamar la atención solo tiene que decir “Roja” o “Macarrones” y enseguida todo el mundo comienza a reírse repitiendo lo que ha dicho, aunque él no entiende porqué.
Si alguna vez alguien se le acerca mucho, rápidamente comienza a aletear excitado las palmas de sus manos, aplaudiendo y gritando dos veces “¡uh!,¡uh!”, realmente excitado. Los vecinos y sobretodo los niños, que no conocen a ninguna otra persona con autismo o con dificultades de aprendizaje, no saben que esos movimientos repetitivos son propios de estas personas, y no dudan en imitarle para divertirse.
A Juanito y a sus padres les encanta viajar. Una vez, hace no muchos años, se fueron a África con una excursión en un pequeño avión. Aunque les gusta viajar, sus padres siempre han tenido mucho miedo a volar. No ocurre lo mismo con Juanito, que cuando vuela siempre lleva una sonrisa tremenda, mientras mira a través de las ventanillas del avión. Disfruta mucho con la sensación que le produce el hecho de que la imagen que tiene ante sus ojos cambie muy rápidamente.
Aquel día, cuando se encontraban volando ya cerca de su destino en África, de repente el piloto se dirigió alarmado a todos los tripulantes gritando “¡¡Alerta, Alerta, los motores se han estropeado!!.... ¡¡El avión va a estrellarse!! ..... ¡¡Cojan los paracaídas automáticos y salten por la puerta de atrás!!” ... Repito ¡¡los paracaídas son automáticos, no tienen que tirar de ninguna cuerda, éstos se abrirán solos en el momento oportuno!!”.
Todo el mundo corría y gritaba de pánico, salvo Juanito, que casi nunca entiende lo que la gente dice y que –además, no suele contagiarse de las emociones de los otros. Sus padres enseguida le pusieron el paracaídas y lo acompañaron a saltar. Todos saltaron y el avión quedó vacío y a la deriva hasta que finalmente se estrelló.
Ya en el aire todo el mundo iba muy asustado, temblando y con el cuerpo muy encogido, preocupándose por si se abrirían los paracaídas y preguntándose dónde caerían. Todos menos Juanito, que no comprendía el peligro y seguía disfrutando del paisaje sin temblar ni encogerse, con gran cara de satisfacción. La postura de su cuerpo era tan distinta de la de los demás, que el roce con el aire hizo que se alejase más y más del resto del grupo. Los padres de Juanito y el resto de la excursión fueron todos a parar cerca de un descampado, mientras que Juanito voló hacia la Selva, cayendo por casualidad en el centro de una tribu, con su paracaídas bien abierto. Juanito se disponía a empezar una de las aventuras más emocionantes de su vida.
Los miembros de la tribu, al verlo, enseguida creyeron que se trataba de un Dios. Cogieron su paracaídas y lo guardaron con mucho cuidado, como si se tratase de una sábana santa, muy pronto lo atendieron y lo pusieron en un trono, alabándole y cuidándole todo el día porque creían que era el “Dios de la Selva”, recién llegado del cielo.
Juanito estaba encantado, se lo daban todo hecho. Al poco de llegar, un miembro de la tribu se acercó a Juanito y él, como siempre, enseguida dio dos palmadas fuertes y exclamó “¡uh!,¡uh!”, todos interpretaron ese gesto como algo divino y no dudaron en convertirlo en un rito. Todos juntos aplaudían “plas, plas” a la vez que gritaban en su ritual “¡uh!,¡uh!”, una y otra vez.
Más tarde otro miembro le obsequió con una gran hoja de palma, que utilizaban como prenda. Juanito la señaló y dijo “¡Roja!,¡Roja!”, y enseguida todos entendieron que se trataba de una planta sagrada y comenzaron a repetir admirados “¡Roja!,¡Roja!”. La percepción de la realidad que Juanito tenía de aquella tribu era idéntica de la que tenía de su pueblo, ya que -desde su punto de vista- aquella gente se comportaba exactamente igual que los vecinos de su pueblo, repitiendo una y otra vez cada frase que él decía.
Otro día, con la llegada del buen tiempo, los componentes de la tribu decidieron organizar un gran manjar para Juanito. Después de disfrutar con la comida alguien se acercó a él con intención de saber si le había gustado, y rápidamente Juanito exclamó “¡Macarrones!, ¡Macarrones!”. Desde aquel día todos los años a la llegada del buen tiempo la tribu celebra fiestas y da gracias al Dios de la Selva en el día de los “Macarrones”.
Durante todo ese tiempo sus padres no dejaron de buscar y buscar, hasta que por fin un buen día encontraron la tribu. Juanito, en cuanto vio a sus padres, salió corriendo para abrazarles. Al ver esto, los miembros de la tribu decidieron recibir también muy bien a los que veían como “amigos de su Dios”, y comenzaron todos juntos a dar palmadas y a decir “¡uh!,¡uh!”. Los padres de Juanito no tardaron en darse cuenta de que la tribu creía que su hijo era un Dios, y le decían felicitándole muy contentos: “Juanito, ¿Sabes quien eres ahora?: ¡¡ El Dios de la Selva !!”. Desde entonces Juanito además de decir “¡Roja! ... ¡Macarrones! y ¡uh!, ¡uh!” tampoco para de repetir “¡Soy el Dios de la Selva! ... ¡Soy el Dios de la Selva!”.
Finalmente Juanito y sus padres partieron de vuelta hacia su pequeño pueblo, donde la vida seguía transcurriendo como de costumbre. Al volver a ver a Juanito, sus vecinos se acercaron y él no tardó en decir “¡Soy el Dios de la Selva!”, comenzando de nuevo las bromas, ahora con todos repitiendo: “¡Soy el Dios de la Selva! ... ¡Soy el Dios de la Selva!”, sin parar de reír.
Pero lo que los vecinos de Juanito no sabían era que -una vez más- los únicos que se equivocaban diciendo “Soy el Dios de la Selva” eran ellos, no solo porque Juanito no merecía esas bromas sino porque además se daba el hecho de que, de toda la gente del pueblo, Juanito era el único que había sido, por unos días y de verdad, el “Dios de la Selva”.
Aunque no tengamos un niño autista en el aula, veo de gran ayuda, explicarles de algún modo a los niños,las distintas discapacidades, para que el día que se encuentren con alguien con discapacidad, no le prejuzguen ni le aislen... y conozcan a la persona sin prejuicios de por medio.